Por Evelyn Jácome
Fuente: El Comercio
Cuando Javier Ortega -periodista de envidiable olfato- aprendió a garabatear a los cuatro años, rayó las paredes de un departamento rentado, por lo que doña Mariana Reyes, su mamá, decidió comprarle su primera libreta.
A Paúl Rivas, inconfundible por su caminado balanceado y su ojo privilegiado, su padre le heredó su primera cámara de fotos a los 18 años con la intención de que algún día lo releve.
Efraín Segarra, el confiable don Segarrita, aprendió a conducir en su juventud y salió a trabajar y a llevar pan a su casa.
Así fue el inicio de los tres miembros del equipo periodístico de este Diario - que fueron secuestrados y asesinados por un grupo disidente de las FARC mientras hacían una cobertura en la frontera- que están siendo velados en la Basílica de La Dolorosa y a los que hoy un país entero llora.
Frente al altar del santuario bajo un Cristo crucificado, reposan los tres cuerpos. Son las 10:10 y el templo, ubicado junto al colegio donde Paúl estudió, no da abasto. Todas las bancas, ocupadas y decenas de personas de pie en el ingreso dan cuenta del cariño y el respeto de un pueblo que, incluso sin conocerlos, se congregó para decirles adiós.
El atrio se volvió un jardín. Un centenar de ramos rodearon los féretros. Coronas, rosas blancas y girasoles tratan de sembrar color en una ceremonia teñida por el gris de la duda y de preguntas sin respuestas.
Los familiares de Javier, Paúl y Efraín esperan en las primeras filas. Reciben abrazos, escuchan palabras de aliento y quedan en silencio frente a los ataúdes. No hay gritos ni llanto descontrolado. Una taciturna paz reina el lugar. Camarógrafos buscan un buen ángulo en medio de la multitud para captar el desenlace trágico de una historia que empezó a contarse tres meses atrás.
Tres mujeres envueltas en chales se abren paso y se acercan a los féretros. Con recelo tocan el borde de un ataúd y con esa mano se santiguan.
Eugenio Arellano, presidente de la Conferencia Episcopal del Ecuador y obispo de Esmeraldas, y monseñor René Coba, obispo Castrense, encabezan la ceremonia. La misa arranca con más de 1 000 asistentes, entre quienes están los familiares de Óscar y Katy Vanessa, también secuestrados por el frente Óliver Sinisterra.
Un pianista, un violinista y cuatro coristas interpretan canciones de fe y Arellano lee una carta enviada por monseñor Andrés Carrascosa, representante del Vaticano en Ecuador en la que se solidariza con las familias. El mensaje de fe hace que la muerte sea más llevadera, pero no por eso el dolor deja de punzar.
El sermón termina reconociendo que nos quitaron a tres, pero que no consiguieron matar nuestra esperanza, y sed de justicia. Las palabras del religioso lo confirman: los tres, con su secuestro y asesinato, lograron contarle al mundo una verdad violenta y camuflada que merece ser combatida.
De una metralleta no puede venir la paz, reflexiona el religioso: “No se resuelven problemas invirtiendo en armas sino con desarrollo, con educación, con salud, con oportunidades. Ahí nace la paz”.
Para la lectura de las peticiones, compañeros y familiares de las víctimas se acercan al micrófono. Uno de los carteles que acompañó en las vigilias en la Plaza Grande se despliega en el atrio con la frase Nos faltan tres, ese enunciado que se volvió bandera para un grupo de periodistas que desde el 27 de marzo, un día después del secuestro, luchó por traerlos de vuelta.
Las ofrendas de uvas, pan y flores fueron reemplazadas por una cámara de fotos, una libreta y una llave de vehículo. Los tres escudos que Javier, Paúl y Efraín tenían a mano cuando fueron puestos en cautiverio y ejecutados.
En este mismo templo tuvo lugar el cuarto velatorio. El primero fue en Colombia, una vez que se identificaron los restos encontrados en Tumaco, el segundo en Memorial, donde fueron llevados tras la repatriación, y el tercero en EL COMERCIO, con una íntima ceremonia bajo el mismo techo desde donde miles de veces los tres vieron ocultarse el sol luego de una larga jornada.
El religioso invita a darse la paz, y la sobriedad y el control que hasta entonces reinaron se quiebran. Christian Segarra se acerca al féretro y posa su rostro sobre el madero, así como un niño se acomoda sobre el pecho de su padre.
Galo Ortega, quien toda la ceremonia permaneció sereno, toca la caja con sus labios temblorosos. Uno, dos, tres minutos dura ese último beso y susurra una frase que nadie más, excepto Javier, logra oír.
Una ráfaga de luces rinde homenaje a Paúl. Los fotógrafos disparan los flashes de sus cámaras hacia el cielo como muestra de cariño y respeto.
En medio del llanto de periodistas y allegados, el cantante Jaime Guevara sube al ambón y con Chao compañero nuestro, hace que la despedida se vuelva melodiosa.
Un grito invita a sacar las fuerzas que aún restan: ¡Por Paúl…!, ¡Por Javier…! , ¡Por Efraín…!, ¡Nadie se cansa!, retumba en la Basílica.
Yadira Aguagallo, pareja de Paúl, toma la palabra y su discurso cala en los presentes. Agradece el apoyo de la gente y sin que le tiemble la voz pide memoria, verdad y justicia.
Lentamente, los familiares toman los féretros en hombros y, al salir, los recibe la lluvia. El día está oscuro y esas gotas a las que los presentes llamaron el llanto del cielo, mojan los féretros, esas tres cajas de madera que permanecieron cerradas desde que llegaron al país y que no son suficientes para guardar todo lo que estas muertes representan.
La caravana sale del templo y mientras recorre la América, decenas de vecinos apostados en las calles los despiden con pétalos de rosas. Los carros tocan sus bocinas, los transeúntes los bendicen en el camino hacia el cementerio donde sus cuerpos permanecerán juntos. Lograron hallar la paz que todos buscan y descansan al fin libres de la maldad, de injusticias y de cadenas.